La vidorra padre (a.k.a. El espíritu de la rabadilla)

Dado que la Sra. A. ha mostrado a la opinión pública hace unos días la punta del iceberg de un secreto que yo creía que me iba a permitir dominar el mundo, ya no tiene sentido guardarlo más. Sí, lo diré tan alto y claro como puedo hacerlo en un blog tan modesto como éste. Hasta lo pondré en negrita: los profesores universitarios sólo damos 8 horas de clase semanales. Ahí queda eso, pedazo de pringados de profes de enseñanzas medias.

Sí, siéntanse ustedes como verdaderos idiotas al ver las pocas horas que trabajamos comparados con cualquier hijo de vecino. Siéntase idiota especialmente usted, españolito que no es privilegiado funcionario ni empleado público (ni controlador aéreo ni empleado del Metro de Madrid ni… la lista de privilegiados se irá alargando con el tiempo, ya verá), y que, como todo el mundo sabe, por el simple hecho de no serlo, nunca jamás se pilla un día de vacaciones en viernes o pegadito a un puente, ni abre el facebook en el trabajo un sólo minuto (o pone la radio, o cualquier otra labor procrastinadora que pueda imaginar, incluyendo estirar las piernas), ni hace como que le cuesta mucho tiempo terminar las cosas cuando le cuesta la mitad (para que no le carguen con más trabajo de la cuenta), ni les dice nunca a los clientes que las tareas que le encargan tienen más dificultad de la que tienen (para su conveniencia), ni pasa un día de asueto en que no se empape bien de los últimos documentos sobre tendencias en su materia, para rendir más y mejor al siguiente lunes. Los curritos españoles, y los españoles en general exceptuando a los privilegiados asquerosos de turno, es lo que tienen, que están a un paso de la santificación. Yo mismo lo comprobé trabajando en la empresa privada un tiempo: tanto me agobié de la cantidad de perfectos trabajadores que me rodeaban y de la fina aureola que se estaba formando detrás de mi cabeza que me escapé por piernas.

Pues bien, ahora que se sabe el secreto que los repugnantes profesores de universidad funcionarios guardábamos con nocturnidad y alevosía para ser los únicos en aprovecharnos, no tiene sentido seguir con la farsa. Así que aireemos todos los detalles.

Verán. En este trabajo no sólo se echan 8 horas a la semana, sino que, además, en cuanto toma uno posesión de la plaza, siente un cosquilleo en la rabadilla que le indica que el apretón de manos del delegado o delegada del vicerrector o vicerrectora le acaba de transferir la fantástica habilidad de presentarse delante de noventa alumnos (ríanse de las clases de 12 de las enseñanzas medias) tan ricamente, encima de una tarima y con 90*2=180 ojos (creo, que yo eso de las cuentas no lo uso mucho porque nunca he tenido que estudiar) mirándole sólo a uno, una situación que cualquiera, por supuesto, llevaría con la más calmada de las pachorras. Y con tal relajación, sin haber abierto un libro en la vida ni haber pensado en la materia más de dos segundos anteriormente, puede uno empezar a largar sin parar durante dos horas de forma que parezca enteramente que sabe. Además, cuando te preguntan, es abrir la boca y, cual posesión espiritusantera, salir automáticamente las respuestas, bien enhebradas y justificadas, no importa la dificultad de las preguntas ni que las probabilidades de que duden sobre algo que creías que era axiomático sean altísimas.

Y esto no es nada (los de Heroes no tienen nada que hacer a nuestro lado). Cuando llegan los períodos de exámenes, que para nosotros son de vacaciones puesto que se suelen cortar las clases, uno sólo tiene que plantarse en el aula asignada a la hora correspondiente y se encuentra allí no sólo los paquetes de folios en blanco, sino todas las copias de un examen completo que se ha materializado en el lugar, con sus preguntas y puntuaciones y todo. Algunos dicen que hay una habitación llena de infinitos monos frenéticos en algún lugar de cada escuela o facultad, cada uno con una máquina de escribir o mejor aún un Mac, y que así siempre existe la posibilidad de que generen un examen distinto para cada cual. Pero la mayoría no hacemos caso de esa tontería porque pensar mucho e imaginativamente no es lo nuestro.

(La verdad sea dicha: puede que los mismos monos sean los que corrijan, porque al tiempo de hacer el examen nos llega a casa, para que no nos tengamos que molestar en ir al despacho, un paquete por mensajería con las notas puestas, sin remite.)

Qué decir de los proyectos fin de carrera y fin de máster. Yo ahora mismo llevo algo más de 20 (de verdad, pongo aquí arriba una captura de pantalla para que me crean), porque para llevar un proyecto uno sólo tiene que dejar que un alumno se lo pida. A partir de ahí consiste en esperar, porque en unos meses llega el alumno con algo terminado que resulta ser presentable ante un tribunal, con su memoria bien estructuradita y todas las transparencias de la presentación pensadas hasta el último detalle. Tú no sabes ni de qué va, para qué te vas a molestar, y le mandas que se vaya a defenderlo y que no te moleste más.

¡Y las tesis doctorales! La mía me la encontré ya encuadernada en la mesita de noche. Mi santa me dice que fue un regalo de cumpleaños, pero es porque se aprovecha de mi mala memoria para hacerme creer que ese año se acordó de comprarme algo. Yo sé que en realidad es un señor encorbatado del ministerio (ése sí que trabaja, como la Sra. A.) el que se encarga de redactar todas las tesis doctorales del país y enviarlas por paloma mensajera al domicilio de los interfectos. En los cuatro años que me dieron para hacerla me dediqué a cultivar una mata de albahaca en la ventana, un desafío al que le tenía verdaderas ganas, porque no quería llegar desfondado a los 40. También me fui tres meses a USA, pero me los pasé enteramente en plan Erasmus. Vamos, el profesor que me acogió por lástima dejó la dirección de su departamento y la investigación poco después, porque mira, era día sí día no unas risas mientras nos íbamos a tomar café al mall más cercano, un mira qué pringao el indio nuevo que está aprendiendo la chorrada ésa del Latex antes de empezar a escribir, un como el Dijkstra me diga otra tontería le suelto a bocajarro que un chaval de primero de grado ha descubierto que P=NP, un ji jí, un ja já, vamos, que el buen hombre lleva años casi retirado, viviendo la vida como nosotros sabemos, gracias a mis enseñanzas.

Dirigir tesis doctorales es todavía mejor: llega un alumno, te dice que quiere hacerla contigo, te aguantas la risa floja, le dices que vale, y cuatro años después tienes el correspondiente tocho delante, y, si te descuidas, hasta un puñado bien grande de profesores extranjeros que no conocías de nada pidiéndote venir como tribunal de la misma para que se lleve el doctorado europeo el doctorando. Fíjense que cualquier currito español o, en general, cualquiera que no sea un asqueroso profesor funcionario de universidad (pueden imaginar, para ilustrar mejor la cosa, al director del Banco Santander, por elegir a alguien completamente al azar), se codearía con esta élite extranjera con poco esfuerzo y de tú a tú, hablando de cualquier tema del que los susodichos extranjeros sean primeras figuras mundiales sin problema alguno y con perfecto acento de Oxford. Pues que sepan que nosotros coleccionamos amiguitos de primer nivel como ésos con menos esfuerzo que el que dedica Belén Esteban a prepararse el guión de un programa de Sálvame, sin despeinarnos ni dar palo al agua. Sólo por el espíritu de la rabadilla que nos inoculan en la toma de posesión.

De la investigación en general se puede hablar mucho, sobre todo si sabes del tema. Yo mejor no me meto en detalles, que bastante tengo con aprenderme los números de las aulas de mis ocho horas semanales. Lo que sí puedo contar es que cuando un profesor universitario quiere publicar porque se lo piden para el currículum, sólo tiene que escribirle un mail (no muy largo) al editor de la revista más prestigiosa del mundo en el área que uno haya escogido, que normalmente es una que tiene un nombre que se puede pronunciar rápido y parece que sabes inglés, por si te pregunta la familia. En español se escribe el correo, que ya se encargará la editorial de traducirlo. El editor de la revista de reconocido prestigio, que normalmente anda escaso de artículos que publicar, pone a trabajar enseguida a un puñado de investigadores de otro país (normalmente China o Japón) en el que se hagan las cosas de otra manera, y en tres meses te ha mandado un pedazo de paper lleno de contribuciones novedosas, relación de las mismas con los trabajos existentes diez años ha mínimo, y figuritas y todo. ¡Y pone tu nombre! Yo no sé muy bien qué escriben en esos papers, porque yo es que el inglés… En fin, pero quedan bonicos.

Cuando tienes muchos papers y te piden cada medio mes que actualices tu currículum en unas diez mil plataformas web diferentes (que petan cada cinco “clics”) mueves un poco la cadera dotando de suave meneo al extremo inferior de la columna vertebral, donde se aloja la magia, y automáticamente están subidos todos los datos en los formatos correspondientes, y lo que haga falta.

Ah, de vez en cuando también te ofrecen relevarte de las tediosas clases (¡mira que cansan!) para que vayas a un congreso internacional a que te dé el aire, que muchos nos ponemos mohosos, y allí tienes esperándote un grupo de personas asignadas a tu servicio que se encargan de dar una charla sobre el paper que otras te han preparado. ¡Algunos hasta se curran la presentación en Prezi! Son de lo más amable en el trato, sí, aunque no se ríen mucho porque trabajan demasiado, y si les hablas en español (mucho peor: en cordobés) porque no tienes pajolera de inglés no pasa nada. Eso de que la ciencia se hace en inglés es verdad, pero sólo en otros países.

Bueno, he de reconocer que algunos días también me aburro, sobre todo porque andar arriba y abajo en una tarima sin nada en que pensar se termina haciendo cansino con los años. Como el espíritu de la rabadilla se da cuenta enseguida, me aparece al día siguiente en la mesa del despacho un libro enterito escrito en inglés y publicado ya en una editorial de renombre, también con mi nombre puesto, con prólogo de una autoridad mundial y fotos e ilustraciones con el copyright cedido y todo, y eso me anima un poco. ¡Me han contado que en el extranjero escribir un libro lleva años!

En fin, eso es lo que hay. A mí siempre me ha extrañado mucho que casi nadie quisiera quedarse en la universidad al terminar la carrera, y por eso he guardado celosamente este secreto, por si los alumnos no se habían dado cuenta del chollazo que es trabajar (por decir algo) sólo ocho horas a la semana. Seguro que este año todos los de último curso de máster me dicen que van a ser profes. Yo intentaré disuadirlos con las mentiras de siempre, más que nada por la costumbre, como que tardarán décadas en hacerse fijos, que tendrán que competir con el resto del mundo mundial sólo para tener alguna posibilidad de serlo, y que ni Einstein tenía el currículum que les pedirán para llegar a ser funcionarios en España. Pero me temo que ya no harán el mismo efecto que antes…

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