Con un año de retraso (debía haber aparecido el año pasado), la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror ya ha publicado el libro Fabricantes de Sueños 2008, con una magnífica portada de Felideus y una pechá de trabajo (como decimos por aquí abajo) de sus seleccionadores, como me consta porque me han metido en el fregao del siguiente volumen (que está prácticamente terminado y debería salir este año para recuperar su frecuencia propia) y he visto en directo y de primera mano cómo esta gentuza es capaz de sacar horas de donde no tienen para revisar cienes y cienes de relatos :). En fin, resumiendo: el Fabricantes de Sueños es un libro la mayoría de las veces anual que contiene los relatos que los interfectos de turno consideran más relevantes de entre los publicados el año anterior.
El caso es que entre los seleccionados para el FdS 2008 han puesto uno mío, “El olor profundo de la tierra”, que había sido publicado en la antología Magnífica Víbora de las Formas en 2007 (a su vez primer volumen de la Saga de las Víboras de las Formas, que alguna vez se verá completada como parte de mi plan para dominar el mundo… ¡muahahahaha!). Bueno. Eso. Que han sido muy amables de considerar que era un relato relevante de los de 2007. A su vez, este relato había sido publicado todavía antes (Febrero de 2004) por Juanjo Aroz en su colección Espiral: Juanjo lo consideró también interesante para su ya extinguido premio Espiral CF. Ahora sí que es lío, ¿verdad? 🙂
El caso es que yo, para variar, no soy capaz de releerlo de lo mal que lo paso (suele ser así con todo lo que escribo), así que cerraré un ojo para poner aquí un extracto del relato. Aquellos a quienes les pique la curiosidad disponen de la posibilidad de contactar con la Asociación en su web y pedirse un ejemplar del FdS 2008 con todos sus relatos oscuros, pesimistas e hibridados, que dicen por ahí que son las señas de identidad de los géneros fantásticos escritos en español (otros opinan que no existe tal cosa; yo, como no entiendo del todo qué es eso de los géneros, prefiero no pronunciarme).
El olor profundo de la tierra [extracto]
La tarde en que me mataron me condujeron a una llanura infinita perdida entre los Urales y el Volga, poblada tan sólo por manojos de hierbas secas y bichos parecidos a escarabajos. Nos llevaba el que por aquel entonces era uno de los sicarios de confianza del jefe, Fyodor, un ser hinchado y rojo por el vodka más que por el frío, envuelto en ropas que crepitaban incesantemente como si fuera una gran torta recién envuelta en una tienda de dulces. Nos llevaba a mí y a mi hermano, que aún era demasiado joven para ser como yo, y que desde que le operaron exhibía el cráneo rapado, las cicatrices inflamadas. Recuerdo que mi hermano tenía la boca gruesa, la nariz fina, los ojos grises. Ahora ya no recurro a la memoria: no tengo más que mirarme al espejo para volver a ver todos esos rasgos.
Pero me estoy adelantando.
La gigantesca torta envuelta en papel crepitante nos empujó todo el trayecto. Nos hizo caminar a través del páramo hasta que quedamos agotados. Él también resoplaba, se llevaba la mano derecha al costado. Con la otra sostenía la pesada ametralladora-luz.
Tardamos toda la tarde en llegar. Se trataba de una hondonada entre varios cerros pelados que acumulaba un poco de agua de lluvia, sucia y gris, como toda la lluvia que caía en el planeta desde que la contaminación lo inundara todo. Tragué saliva ruidosamente cuando la vi. Oí a mi hermano hacer lo mismo. Sabíamos que el agua entorpecería mi olfato, pero a aquel cerdo no le importaba. Ahora pienso que lo hicieron a propósito: me ha dado la impresión más de una vez de que habían decidido acabar conmigo antes de tiempo. En aquel momento, cuando vi la charca, no pensé tanto, simplemente me cagué encima. Fyodor no dio muestras de notarlo.
Me empujó hacia el borde del agua.
–Aquí –dijo–. Huele.
Desde que habíamos salido del caserón, fue el único momento en que levantó su pesada arma y me apuntó con ella. Pensé que estaba demasiado agotado para sostenerla mucho tiempo, que pronto le empezaría a temblar el rollizo dedo en espasmos que podrían dispararla, así que caí de rodillas donde me indicó. Mi hermano se apartó, pero una feroz mirada de Fyodor le impidió alejarse mucho.
Olfateé el barro. Juro que pegué la cara hasta que la sustancia pegajosa en la que la lluvia había convertido la fétida tierra de aquella comarca me entró hasta el cerebro. Se me embotó la nariz, comencé a lagrimear. Tuve que cerrar los ojos y no pensar en el olor del barro: no era el olor del barro lo que tenía que distinguir. Sentí mi sangre mezclarse con la suciedad, me dolía. Pero olfateé. Dejé que todos los olores me penetraran. Estuve así mucho rato, hasta que un brazo me alzó, me elevó en el aire y me lanzó contra el suelo seco con fuerza: sin darme cuenta había llegado a internarme en el agua y estaba asfixiándome. Tal era mi concentración.
–¿Bueno? –me espetó Fyodor.
Algunos de los bichos que parecían escarabajos corretearon delante de mi cara buscando precipitadamente refugio entre las ralas hierbas. El ojo negro de la ametralladora luz me contagiaba su frío a la altura de la sien izquierda. La mierda en mis pantalones dejó de importarme. De hecho, dejó de importarme cualquier otra cosa. Tenía que darle una respuesta rápidamente.
Obviamente, me arriesgué: tenía un cincuenta por ciento de probabilidad de acertar.
–No hay.
Nunca sabré si en el subsuelo de aquel lugar se ocultaba una microbolsa de petróleo o no. Sigo pensando que mi cerebro no había llegado a la madurez, que se equivocaron matándome entonces. Pero realmente, un cuerpo más o menos no le importa al clan: los cuerpos son baratos, hay muchos que concuerdan con los parámetros básicos del modelo Alexei. De hecho, ahora que es época de vacas gordas, es más rentable probar muchos que esperar a que unos pocos lleguen a la madurez.
Mis sesos se desparramaron en un instante por la charca, por el barro y por los zapatos de Fyodor y de mi hermano, que vomitó. Fyodor se limitó a limpiar meticulosamente la boca del arma con un pañuelo sucio que se volvió a guardar en el bolsillo de su crepitante abrigo oscuro. Luego rebuscó entre mis restos, aún palpitantes. He sabido más tarde que sentía una curiosidad irrefrenable, completamente infantil, por ver qué aspecto tienen las neuroguías. Resultaban un misterio para él, casi un mito. Para los que las fabrican en el lejano Departamento, esos nódulos que nos meten en la cabeza no son más que pequeñas pepitas doradas hechas de nanocircuitos. Para Fyodor eran una obsesión. Removió con la punta del zapato mis sesos, pero ninguna neuroguía es suficientemente grande como para percibirse a simple vista. Eso Fyodor no lo sabía, así que la obsesión se perpetuaba.
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(c) Juan Antonio Fernández Madrigal, 2008





