Yo trabajo (cuando todo lo demás me deja) en robótica inteligente. No sé si mi opinión valdrá mucho o poco, porque como aquel que dice, cada vez sé menos de lo que conozco. Pero sí tengo claro que el adjetivo “inteligente” debe entenderse en esa frase casi como cuando se aplica a las bebidas.
En casa, limpio el polvo, aspiro y friego con estas manitas acostumbradas al teclado. Me sigo levantando todos los días para ir a enmarronarme con no sé muy bien qué, que seguro me caerá de manera imprevista en el trabajo. Sigo porfiando de los que escriben recetas de cocina cuando voy a implementarlas (lo siento, los ingenieros informáticos hablamos así) y me encuentro que sólo leyendo el paso N+3 te enteras de que en el paso N-3 tenías que haber separado la calabaza del pimiento (deberían enseñarles algorítmica básica). A un coche no es que precisamente le des a un botón y te lleve a tu destino sin tener que mover ningún otro dedo. Cuando un edificio se eleva en su maravillosa construcción (camino de su hipoteca imposible), sigo viendo monos azules, cascos (pocos, que dan mucha calor), gente llevando vigas, cubos de mezcla y ladrillos de un lado a otro.
Me permitiréis entonces que cuando vea que el mayor logro de la electrónica de consumo en los últimos veinte años ha sido meter un ordenador en el teléfono móvil; cuando observo el último ejemplar japonés de recepcionista robótica saludando al público desde los telediarios con su piel de látex que casi parece que tiene celulitis hasta en los mofletes, o los dichosos juguetitos bailarines de Honda (¡que también saben subir escaleras! Seguro que no los han probado para bajar las de mi Escuela), o el último modelo de robot que demuestra emociones levantando una ceja de goma espuma… les desee la mejor de las suertes a los que vivan, si este planeta aguanta, dentro de un par de decenas de generaciones. Lo mismo ellos ya no tienen que limpiar el polvo. Nada más con eso sería un exitazo.
Y no es que sea pesimista. Es que llevo unos meses mu malos de trabajo. Digo yo.





