Una de las cosas maravillosas que tiene un relato, una historia, un libro, es que no pueden resumirse. Es decir, la experiencia de leer no es equivalente a la de su análisis y su síntesis. Un relato causa emociones y sensaciones que en la mayoría de las ocasiones no tienen siquiera expresión verbal, y además las produce a lo largo del tiempo. Nadie sabe cómo puede definirse algo así. Y eso está bien.
Ni siquiera su autor es capaz de describir exactamente de qué trata un relato (no suele ser una sóla cosa), ni explicar por qué ha resultado así (casi nadie obtiene lo que pretendió en un primer momento). De hecho, cada lector (incluido el autor) obtendrá un efecto diferente de su lectura… ¿cómo saber cuál es el efecto más común, aquel cuya descripción puede llegar e interesar a más gente? Normalmente los autores lo resuelven hablando de sí mismos, de su proceso creativo (de una parte pequeña de él, para la que existen palabras), del momento que vivían cuando lo escribieron. No es de extrañar que cuando a un autor le piden que presente una historia propia, su estado de ánimo empiece a oscilar entre la confusión por no saber qué ha pasado exactamente para que se construya ese relato y la angustia de no saber reflejar qué es exactamente eso que ha escrito.
De una presentación que escribí para un relato publicado en BEMonLine





