Los que quisiéramos hacer muchas cosas tenemos un problema: el tiempo y nosotros somos finitos. Conforme vamos creciendo y nuestra finitud es cada vez más evidente se hace más claro que sólo tenemos dos opciones: a) hacerlo todo, pero mal (es imposible hacer demasiadas cosas bien a la vez) o b) dejar algunas en el camino y disfrutar de poder hacer bien las que quedan.
Dentro de los que queremos hacer muchas cosas, los que por naturaleza sentimos bastante repulsa por hacer las cosas mal, lo cual no es ninguna virtud, para empezar porque el nivel de bondad lo ponemos nosotros mismos, y para terminar porque esa repulsa suele causar una ansiedad poco deseable en caso de querer hacer demasiado, los que, como decía, disfrutamos de poder hacer las cosas como consideramos que es bien, con el tiempo que creemos correcto y con la dedicación que pensamos adecuada, deberíamos tener claro qué opción tomar.
Sin embargo, llega un momento en que te das cuenta de que en muchos ámbitos de la vida casi da igual hacer las cosas bien o mal (basta con acumular cosas hechas), y entonces te puede dar mucha rabia dejar algunas de lado con tal de actuar como tú eres. Incluso dejar algunas que podrían ser importantes para tu futuro.
En esos momentos, si paras de pensar y te arrastran los acontecimientos, corres el riesgo de olvidarte de ser tú y convertir tu vida en un mero dejar que las cosas pasen por ti, y no tú por ellas.
Entonces basta con pensar en quién realmente eres, para hacer qué cosas crees que estás aquí, y qué es realmente lo que tú crees que significa “tu futuro”, y no lo que puedan creer otros (aunque todo esto cuesta mucho, porque por nuestra naturaleza queremos hacerlo todo).
Durante ese tiempo de reflexión, que no suele ser corto, con suerte aprendes lo que significa realmente decir que no, renunciar, y entonces liberas un buen nudo gordiano.





