Viendo un programa de coaching, de éstos que se están poniendo de moda con la crisis, en el que cuentan lo mal que lo están pasando ahora unos jóvenes que se dedicaron a derrochar el dineral que ganaron con la época dorada del ladrillo (él era encofrador) en lugar de invertirlo en asegurar un futuro mejor aunque más duro de conseguir, no puedo estar más de acuerdo con las palabras de Carlos Herrera en la columna de opinión del ABC:
Hoy Churchill, sin ir más lejos, no sería elegido líder de ninguna sociedad: daría mal en televisión, su inteligencia dialéctica resultaría excesivamente agria y su mensaje de «blood, sweat and tears» [«sangre, sudor y lágrimas»] sería considerado poco menos que una traición por las acomodaticias masas mimadas por los estados paternalistas. Hoy resultan electos aquellos que resultan incapaces de establecer una crítica sensata de nuestro modelo de valores. Esas son palabras malditas. Los líderes de este siglo parecen hechos de la misma pasta de aquellos que han creído -hemos creído- que nuestros deseos se verían cumplidos simplemente con desearlos. Lo pagarán nuestros hijos, claro. Nuestros padres, entretanto, nos miran asombrados.
No sólo no me arrepiento de haber pasado por el sueldo mileurista aún cuatro años después de entrar en la Universidad, cuando en cualquier empresa privada de la época a los tres años eras fijo, mientras me partía los cuernos investigando y dando clases con la vista siempre puesta en diez o veinte años más tarde; ni antes de eso, del ahorro de 10.000 pesetas que me sobraban cada mes con un sueldo de 65.000 (todos los gastos de vivir de mi cuenta, lejos de casa de mis padres) para comprarme un ordenador; ni de las 11 asignaturas anuales a sacar limpias en cada cuatrimestre antes todavía que eso; ni de que mis padres no me compraran todo lo que me apetecía de chico y viera como un milagro cuando caía el siguiente libro de La Fundación…
Es que no puedo más que agradecerlo.





